martes, 11 de junio de 2013

RECORDANDO A SINCE


Acordarme de Sincé es ahora mucho más cotidiano. Y Facebook tiene mucho que ver. Ya que, con frecuencia, encuentro en el muro los comentarios de Any Merlano sobre el lugar donde nací. El segundo apellido de Any es Garrido. Así, tras la identificación de algunas coincidencias, como el hecho de que ella es periodista y yo llevo más de 30 años bregando en estos menesteres, decidimos ¨reconocernos¨ como primos. ¨Mi prima¨ vive en Sincelejo. Yo resido en Nueva York.
 
Del Sincé de mis primeros casi 8 años, los que viví allí, rememoro algunas cosas… o hechos. Son vivencias que prefiero calificar de anécdotas. Los rostros que fluyen en tales recordaciones, son, empero, difusos. Como en sepia… Muy opacos.
 
10 años después de dejar Sincé para vivir a Barranquilla, adonde me llevaron mis padres y donde crecí, regresé al pueblo. Para entonces transitaba los 17 o 18 años de edad. Sin embargo, mis remembranzas infantiles se imponen a las escasas vivencias de aquellas dos o tres visitas juveniles, que fueron de días, o una, dos semanas.
 
Lo más remoto que me llega a la memoria es el pirulí que mi padre, don Ascanio Garrido, puso en mis manos. Lo llevó de Magangué, de regreso de un viaje de negocios. Creo que su actividad comercial, en pequeño tirando a mediano, involucraba algodón, café y bocachicos fritos magangueleños. El confite era una esferita compacta, roja. Yo no tendría arriba de 5 años y la confundí con una cánica o ¨bolita uñita¨. La tiré al piso de tierra apretada y me puse a jugar con ella. Mi padre la recogió, la lavó y me la puso en los labios. El sabor desconocido y dulcificado en la punta de mi lengua me dio alegría, y creo que sonreí gozoso, porque mi padre me dio un abrazo.
 
Tal recuerdo resulta de cuando vivíamos en un lugar llamado ¨Carratico¨, en un caserón a la orilla del camino hacia uno de las dos fuentes de agua de Sincé: El Estanco. El otro era El Trébol, en un sector del pueblo cuyo nombre desconozco, aunque recuerdo que en su orilla nacía La Bodega, calle arenosa, en declive… y famosa. Era una fama casi macabra, pues nacía del rumor sobre la aparición de una ¨oscurana¨ (también podría ser un “Aparato” o una “Aparición”).
 
En todo caso era una mancha negra enviada por el diablo, que recorría La Bodega después de la media noche, a la caza de noctámbulos y borrachitos que se advertían propensos o merecedores del castigo divino. Por ende, objetivos del diablo y de otras entidades Made in el Infierno. Cabe destacar que Sincé era en esos años un fortín de ¨aparatos¨, ¨oscuranas¨, perros sin cabeza pero con lenguas de fuego; demonios, brujas y otras apariciones y fantasmagorías que brotaban de la boca del cura, en la misa, o durante el Angelus, y se diseminaban, particularmente, a través de rezanderas de velorios.   
 
El Estanco era un lago pequeño. Estaba mayormente cubierto de taruyas y otras plantas acuáticas. Muchas de ellas con flores moradas o magenta o fucsia… ¡y blancas! No puedo asegurar si había nenúfares. Algunas hierbas que obviamente no eran la ¨faragua¨ se alzaban erectas. Había babillas. Las recuerdo perfectamente.
 
En el lado más accesible de su orilla en recodo, se alzaba un ¨palo de cañañola¨ (cassia grandis de la famlia de las fabaceae) o cañandonga, o cañafístola, como le llaman en Barranquilla y acaso en el resto del país. Fue a orillas de El Estanco donde vi por primera una mujer desnuda …Confieso que me asusté. No fue un susto de miedo, sino de admiración. El triángulo azabache y en relieve mediando su estampa generaba en mí una conmoción tan misteriosa como feliz. Tendría yo a la sazón 7 años de edad.
 
Al caserón de “Carratico””, donde vivíamos, le seguía, a varios metros, la bonita ¨mansión¨ de una señora que mi madre, doña Pura Enciso, llamaba ¨doña Juanitica¨. Enfrente, y en un elevado de terreno, estaba la casa con paredes de cal descarchada de un policía de apellido Calvo. Es vago pero fiel el recuerdo de este personaje con su uniforme kaki, su ancha correa negra y su gorra de portero. De allí en adelante, lo demás era monte o carretera y la salida hacia Betulia, Corozal, Sincelejo...
 
El otro lado estaba orillado de casas. Mayormente techadas con palmas, ¿de iraca? Aunque había algunas techadas con láminas de zinc corrugado, lo que denotaba un mensurable progreso en el área de la construcción justo en la entrada de Sincé, de paso, indicación de una mejor economía de sus dueños. Me acuerdo de un ¨estanquillo¨ o bar llamado ¿Pénjamo?  A una señora que recuerdo muy bien, Prisca, no la puedo relacionar con el bar ¨Pénjamo¨, pues tengo dudas en ese sentido.
 
Más adelante estaba ¨La Gul¨, una manga de terreno que fungía también de calle despoblada, y por la que se extendía un grueso tubo de hierro, con un tramo en tierra, otro tramo elevado y por el que corríamos algunos chicos de los alrededores. Era el oleoducto por donde viajaba el crudo que la Gulf, petrolera inglesa, extraía de las entrañas de nuestro suelo y se llevaba gratis hacia sus refinerías. Bueno, no del todo gratis, si es cierto que de todo esto resultó la fuente que hizo multimillonario a Virgilio Barco Vargas, una de nuestras verguenzas presidenciales.
 
A continuación empezaba el ¨casco urbano¨ de Sincé. Básicamente lo inauguraba la Plaza de la Esmeralda. Creo que así se llamaba el barrio. A la plaza la antecedía una hilera de casas que daba continuidad a la entrada principal del pueblo. Al frente de esas casas, cinco o seis, estaba la extensión del patio de un caserón cuya enormísima fachada era uno de los frentes de la plaza, la que recuerdo como un pentágono o hexágono un tanto disparejo, señal de una urbanización más que todo, expresión del capricho y la oportunidad del momento, que como resultado de un modelo urbanístico preconcebido, armonioso.  
 
Pienso que la casa era propiedad de un señor llamado Elías Pontón y no recuerdo si en el extenso patio se ordeñaban vacas. Aunque sí puedo ¨identificar¨ (¿percibir con la memoria?) el vaho característico de la boñiga vacuna (excremento) que se seca con el sol.. Al otro lado del patio, al fondo, y ya en la otra calle, había una Ceiba enorme, cuyos “frutos” pendiendo de sus ramas o desparramados en el suelo, llamábamos “bacota”.
 
En la otra acera de esa calle, caía en picada una puntita de monte, de donde una vez salió un chivo bastante agresivo y sin dueño reconocido, que estrelló su frente de piedra y sus cuernos contra el trasero de un señor llamado Agustín Doria, dejándolo lastimado, y sentándose de lado y en la cama durante algunos días. La calle atravesaba la manga por donde se extendía el oleoducto tragón de ¨La Gul¨.
 
Un poco antes del ángulo formado por dos cercas con alambre de púas, había un ¨palo¨ de cereza. Una de cuyas cosechas casi se la come completa un muchacho no recuerdo si se llamaba Segundo o Tercero, pero era numérico tal nombre. La hartazón tapó sus intestinos y tuvieron que llevarlo de emergencia a que lo destaparan vía bisturí, no sé si en Sincelejo o Cartagena, pues en Sincé no existía aún el instrumental requerible para el caso. En la extensión de la orilla alambrada de la manga que servía de nicho al oleoducto de la Gulf, se imponía un altísimo árbol de Guanacona. Una especie de guanábano gigantesco. S
 
us frutos eran igual, gigantes y rosáceos, tupidos de una especie de ‘pezones’ puntudos, su pulpa color zanahoria era suave, casi sedosa y un sabor agridulce muy sui generis. Junto a éste, se alzaban algunos árboles tejidos en sus primeras ramas con un tupido y delgadísimo bejuco, era una planta parásita que mi padre llamaba ¨barba de chivo¨ y que mezclaba con la pulpa o masa del totumo, sábila, una planta medicinal de patio llamada taspín y miel de panela. De tal mezcla, hervida en olla de barro con fuego de leña, resultaba un riquísimo melao contra la tos ferina.
Me acuerdo de nombres como Carmen Ucrós, una especie de matrona del sector; de Miguel Junieles, alguien de apellido Severiche, no sé si Manuel del Cristo. Una familia de apellido Sanctís. No puedo ubicar dónde vivía Simplicio Cantillo. Pero estoy seguro de que existió. Pablo Longuillos también fue real. Y estoy seguro que también Vitalio Cervantes, Silvestre Santos, alguien de apellido Ulloa y una familia de apellido Aguas y otra de apellido Jaraba, todos ellos vivían en la Esmeralda.
 
Cerca, frente a la Ceiba ya nombrada, vivía un señor algo gordiflón que puede ser alguno de los personajes ya señalados. Tenía, mínimo, cinco hijos. Tres se llamaban o eran llamados Chicho, Nino y Silvito. No recuerdo si sus hermanos mayores eran Luis Simón y Armando. Este último era pacífico y conciliador, como buscando el balance frente a Luis Simón, que era flaco, ganchudo, parecido a Torombolo, el amigo de Archie, el de la historieta o comic.
 
Luis Simón era quisquilloso, buscapleitos, agresivo. Nos reuníamos, con mi hermano Isaías y otros muchachos en los alrededores de la estatua de la Virgen del Carmen, casi en el centro de la plaza. Recuerdo que el parecido a Torombolo le dejó caer un pescozón en la mollera, tan feroz como cruel, al hijo de una señora llamada Francisca Guerra, que vendía queso, creo. Allí estaba Carlos, hermano menor de la víctima. Carlos salió tras el agresor, lanzándole maldiciones en tanto trataba de alcanzarlo, y jurando que lo iba a matar.
 
La temporalidad de tales eventos puede ser identificada con la fecha de aparición de ¨Anoche, anoche soñé contigo/ Soñé una cosa bonita/ Qué cosa maravillosa… / ¡Ay cosita linda mamá!¨, canción de Pacho Galán que marcaba el ritmo en todo el Caribe Colombiano, y cuyo estreno en Sincé corrió a cargo del picó (equipo de sonido) de un adelantado musical que mi padre contrató ¿en Magangué?, para celebrar el cumpleaños de una de sus hijas.
 
Fiesta en la que, si bien no hubo guachafita con sangre, sí cierto rifirrafe verbal… con ribetes políticos. Pues Amadeo, un chico hijo de un gamonal godo, y entre los más violentos del entorno, era el enamorado de mi hermana Dolly. La cumplimentada.Y mi padre, que más que liberal era de la vertiente de Rafael Uribe Uribe-López Pumarejo-Jorge Eliécer Gaitán, le pidió el favorcito que abandonara el convivio merecumbero. El muchacho, que la estaba pasando rico con mi hermana, se resistió, Dolly se puso a llorar y hubo que dejarlo así. Otro dato cronológico señalador, son los juguetes que repartió a los niños pobres de Colombia  —y por supuesto de Sincé— el general Gustavo Rojas Pinilla, último dictador militar colombiano y acaso precursor de la llegada del plástico a mi patria chica.
 
Y recuerdo también la vez que un aerolito o piedrecita cósmica o¨estrella fugaz¨ atravesó el cielo de Sincé, generando el pánico colectivo y el tañido repetitivo y nervioso de las campanas de la iglesia. Parecía que se iba a acabar el mundo, porque la plaza de la Esmeralda se atiborró de gente asustada y clamando perdón al Cielo. Los alrededores de la estatua de la Virgen del Carmen se llenaron de velas encendidas. Puedo acordarme de la algarabía y el temor ante el fin de todo como castigo divino. Mi padre, que era contestatario en muchas cosas y se iba siempre por la explicación cientifista de ciertos fenómenos, dijo que era un ¨satélite de los rusos¨ que se había desviado del rumbo.
 
Lo que llegó a oídos del cura, y lo que le granjeó a mister Garrido la inquina del representante del Vaticano en Sincé. Un cuarto de siglo después, ya en Barranquilla, y frente a un plato de mazamorra, la discusión conyugal se reavivó, pues mi madre seguía considerando el hecho una advertencia divina y mi padre respondió: ¨Fue sólo un antecesor experimental del Sputnik, querida. ¿Hay más mazamorra?¨.
 
Fue a mi madre a quien le escuché la mención de ¨Milán¨, un tipo (según ella, no era de Sincé) que se vestía de mujer y se maquillaba de lo más femenino para entrar en la corraleja a lidiar toros, durante las corridas de septiembre, en la celebración de las festividades de la virgen del Socorro, la matrona celestial de Sincé. ¨Quedaba tan igualito a una mujer que hasta engañaba¨, abundaba mi madre cada vez que contaba la historia. Cuando mi padre le dijo que sin duda era un homosexual (¡maricón!, sentenció mi padre), o travesti, o fetichista, o las tres cosas a la vez, mi madre se limitó a contestarle: ¨Contigo sí que no se puede¨ y no volvió a tocar el tema delante de don Ascanio Felipe Garrido Romero.
 
Mis vivencias en La Esmeralda son las que más recuerdo. Como el jueguito de ¨Estaba la Marisola, sentada en su vergel/ Abriendo una rosa y cerrando un clavel¨ de mis hermanas Reinelda, Eda y Dolly, en la puerta de la casa de Damiana Baldovinos, nuestra bisabuela materna. Una viejita que se había vuelto chiquita de lo arrugada, que se la pasaba bebiendo leche todo el día y dándole vueltas a una camándula. Me acuerdo que en un terraplén de la plaza había un árbol frondoso, no puedo precisar si era de tamarindo, de matarratón o de olivo. Más que todo era un amarradero de burros, incluyendo el de mi tío José, el hermano menor de mi madre, y quien una vez se encorajinó porque la noble bestia no se movía a su antojo y le dio una trompada en la frente. El burro no se dio por aludido, pero a mi tío se le astilló un hueso de la mano.
 
Y me acuerdo de Quiroz, al otro extremo del pueblo. Creo que Quiroz era un ladronzuelo, y puede que con algunos desajustes o desarreglos de conducta. A veces me pongo a pensar si no era más que todo un rebelde con causa por las palizas que, decía mi padre, le dejaban caer varios miembros de su familia. Dormía sobre las tumbas, como quiera que ¨su casa¨ estaba cerca del cementerio. Su vida, si es cierto lo de las palizas, bien puede considerarse de demasiado amarga y sin sentido. Un día se subió a un árbol, se amarró la punta de una soga en el pescuezo, ató la otra en una rama y se lanzó al vacío, ahorcándose.
 
No estoy seguro si alguna vez hubo una corrida de toros en la Plaza de La Cruz (que se realizaban y se  realizan aún en la plaza principal, aunque a veces pienso que sí. Y recuerdo, que en una de sus calles adyacentes vivía mi tía Narcisa… con su hombre, Julio Gómez. Mi madre nos contaba en el corro familiar, que Julio se llevó a Narcisa el mismo día que la conoció. Mi tía tendría quince años cuando este caballero, por invitación de terceros, aterrizó en la casa de mamá Damiana, donde celebraban el bautismo, creo, que de mi hermano Aquiles, el segundo de una prole de 5 niños y 5 niñas con los apellidos Garrido-Enciso.
 
Al ver a Narcisa, parece que a Julio se olvidó del resto del mundo. Y en una pausa del convivio, se acercó a mi madre y le dijo: ¨Esta noche me voy a llevar a tu hermana¨. ¨Tú estás loco, Julito¨, le contestó mi madre y no le dio importancia a la cosa. Pero a la hora del recuento familiar, mi tía no estaba ni Julio tampoco. No preciso si fueron 10 o fueron 12 los hijos que cosecharon. Hasta que Julio, 40 años después, se fue a vivir con una chica de 22, creo que originaria de un pueblo del departamento del Cesar.
 
De la calle opuesta y adyacente a la Plaza de la Cruz, que daba directa al mercado, recuerdo a una familia de apellido Molina, con más mujeres que hombres y quienes, todas las tardes, preparaban una especie de fritití de papaya verde, berenjenas y huevos, como sustituto del arroz y la carne. Y según los comentarios de algunas vecinas comunes y amigas de mamá, las Molina raspaban el caldero de tal hechura en la mitad del patio y haciendo bastante ruido, a fin de que el vecindario se enterara que habían cocinado arroz y estaban raspando el cucayo, o la pega. Cabe destacar que para esos tiempos, yo creo, o pienso, Sincé no producía arroz. Por lo que resultaba un artículo de lujo para la pobrecía. Obviamente, la plutocracia sinceana podía llevarlo desde cualquier lugar de Colombia.  
 
Hacia arriba, por la misma calle, y que desembocaba en la Plaza Principal, vivía una señora cuyo hijo se había ido para Panamá cuando los gringos nos quitaron esa porción de tierra y empezaron a construir el canal. Regresó casi 50 años después, y encontró a su madre viva, quien le hizo una fiestecita y mi mamá estuvo como invitada. Seguir subiendo es recordar la bocina o parlante tipo embudo en lo alto de una caña guadua o bambú, disparando rancheras de Tito Guizar y canciones de César Castro como… ¨De esa manera murió Rafael, y su hermano Pedro Soto/ Y la malvada de la mujer, a los cinco meses se casó con otro¨; o algunas otras sin intérpretes recordables como ¨Me robaron el pantalón, camisa, zapato y media/ Y un sombrero pajarón, que he comprado pa´la fiesta¨. 
 
Quizás una o dos cuadras arriba, doblando hacia la izquierda, encontramos a Carolina ¨la boca jonda¨. De ella me acuerdo en su físico y en su gestualidad. Lo de ¨jonda¨, sin duda hacía alusión a honda. Y se debía a que carecía de la totalidad de sus dientes en ambos maxilares, lo que le daba un aspecto facial como si le estuvieran chupando la boca desde adentro. Carolina era una mujer de baja estatura, con ojos de ratón, y con mucha chispa.
 
Se movía en el negocio de la yuca, el ñame, la ahuyama, que si la batata. O sea, casi todo lo que genera la cosecha del agricultor de la zona. Compraba y vendía. Eso sí, tenía una balanza o peso, para comprar y otro para vender. Sin duda, en los pesos (balanzas) había alguna cantidad de más y de menos, respectivamente, que la favorecía. Su marido la ayudaba. En una ocasión Carolina fue a otro lugar en un viaje de negocios y dejó a su marido en la gerencia. Este, invirtió las balanzas en las operaciones.
 
Tras regresar, y pedir a su marido que le señalara con cuál peso compraba y con cuál vendía, supo la razón del bajón en la mercadería y en el dinero líquido. De allí no sé más, pues hasta ahí fue la conversación sobre el tema en la mesa, una vecina contaba, mi madre escuchaba, y algunos de sus hijos también. Entre ellos yo. No recuerdo si ¨las Montes¨ (supongo que varias hermanas… ¿solteronas?) que vendían ¨género¨, telas, tafetán, tela de galleta, organdí, satén, estaban en esa calle o en otra. Al final de la calle, ¡esa calle!, ya estamos a una cuadra de la Plaza Principal. A la derecha la calle llega en declive hasta La Bodega, y allí vuelve a subir hasta lo alto de la plaza de la Esmeralda. De esa calle hay recuerdos de ambas épocas, pero la primera va desdibujando de mi interés al escribir sobre Sincé, a la segunda. Aparece el mercado en la esquina y un poco más abajo, en la otra acera, la sala de cine, luego hay un vacío en mi memoria bastante extenso.
 
Las imágenes regresan casi al llegar a La Bodega. Una señora que recuerdo haber visto en el ventorrillo de María Ucrós, en la esquina, confiesa que no puede dormir si no unta su lengua con Mentolín y se pone en ella un Mejoral hasta que la pastilla se disolviera. En esa misma cara de La Bodega, mediando la cuadra, creo que había una especie de ¨casa de citas¨, un tomadero/metedero con ortofónica, ron gordolobo, ron ñeque y algunas chicas con oficio de rebusque. En la otra esquina una señora llamada ¨Chon¨ Amel, que vendía queso y cuya hija, Bernabela, compitió para reina de Sincé frente a una muchacha llamada Alfonsina, creo. No puedo precisar quién ganó. De regreso, en la otra orilla, y en diagonal a María Ucrós, la bella casa de mi tío Andrés Enciso.
 
En realidad, tío de mi madre y hermano de Narciso Enciso, mi abuelo, el esposo de Amada Atencia, mi abuela. A papá Narzo, mi abuelo, lo recuerdo grandote. Fue un espécimen hecho para el trabajo fatigoso, un hombrón de bronce, sano y vital. Su misión en la vida consistió en: escuchar a mi abuela, hablar poco, engendrarle y ayudarle a criar creo que 9 hijos y hacer que de su ¨rosa¨ (siembra) brotaran esas cosechas casi de leyenda y cuyas viandas —sobre todo la rojísima y dulcísima patilla y el melón aromoso— todavía me aguan la boca. La casa de mi abuela estaba, subiendo hacia la Esmeralda, en la misma acera de María Ucrós.
 
En la otra acera, pero más arriba, vivía Juana Funes, no puedo garantizar la remembranza de que era la enemiga favorita de mi abuela Amada, cuya estatura mediaba entre la del cantante brasilero Nelson Ned y la del compositor y cantante mexicano Armando Manzanero y cuya lengua era picosita in extremis para el comentario diversificado. Hay que regresar a la calle de ¨Chon¨ Amel, porque enfrente y en la esquina, en diagonal, vivió mi abuela paterna, doña Leonidas Romero. De Garrido en primeras nupcias y de De la Ossa en las segundas. Mi papá fue su único hijo, creo, en el enlace con don Sebastián Garrido, a quien mi padre recordaba como ¨Papá Chan¨. Del segundo señor, acaso, quedaron tres vástagos.
 
Declaro que desconozco el nombre del señor De la Ossa. A mamá Leonidas la recuerdo bien matrona. Cabello negrísimo y largo, hasta la cintura; vestido enterizo hasta los tobillos, de fondo blanco con mariposas y pajaritos, pequeñitos y negros. Era una mujer de semblanza impasible tirando a grave, afectada sin duda por el hecho ingrato de una viudez repetida. La recuerdo sentada en una mecedora de alto espaldar, esculpido con motivaciones florales. Hacia la Plaza Principal vivía Julio Fernández, mi padrino de bautismo, dicen que era turco. Tenía un camión, creo que rojo, cuando se le apagaba le tocaba encenderlo dándole manivela por delante. Y lo insultaba si el motor no arrancaba al primer o segundo intento, cuando al fin lo encendía le gritaba: “¡Chufla ahora hijueputa!”.
 
Desde La Bodega y hacia la Esmeralda vivía mi padrino de confirmación, don Manuel García, hacendado y ganadero… ¡Bien trabajador! Lo recuerdo con algo de ternura, no sé por qué. Más arriba, casi frente de la casa de mi padrino Manuel, recuerdo a un señor bastante delgado y siempre bien vestido, ¿Félix?, que ponía inyecciones in situ y a domicilio; tenía un radio grandísimo que mantenía encendido a bajísimo volumen. En la calle de atrás existía una señora que era la reina de los piononos y otros dulces cuyos nombres no recuerdo.
 
Ya en Barranquilla, escuché que esta dulcera jamás permitió que la vieran trabajar, llevándose su fórmula, única, a la tumba. Me acuerdo de una señora Fatinisa, a la que vinculo facialmente con la Flaca Vitola, actriz humorística cubana de tantas películas mexicanas en los años ´40 y ´50, del siglo pasado. Sé que algunas veces mencionaron frente a mí a un ¨doctor Merlano¨, médico. Pero nunca lo conocí. También me acuerdo de la Mona Periquillo, pelirroja ella. Y a quien temía. Pues creía que era “La Viznuta”, una bruja que atrapó mi tío Andrés Enciso (el hermano de papa Narzo) y dizque nunca pudo soltar, pues no sabía cómo hacerlo. En el recodo de una de las calles que desembocaba en la plaza de la Esmeralda, vivía Juan Ucrós, un señor de abdomen voluminoso, cuya casa amurallada con una cerca cuyo material no recuerdo, era un misterio, al menos para mí. De él decían que murió de tanto tomar agua.
 
De nuevo en la plaza de la Esmeralda, recordamos a Nazario, que tenía un kiosco en el que vendía peto caliente y avena helada. Creo que también arepas, empanadas y caribañolas. También en Barranquilla, me enteré que trasladó su negocio para la Plaza Principal, donde fue asesinado. No puedo precisar si con tiros,  puñaladas, o de un navajazo. Hay otras calles que recuerdo, otros hechos, otros personajes que intuyo. Todo ello, todos ellos, como todo lo aquí enumerado y descrito, integran todo un sartal de hechos acontecidos que recuerdo y que garantizo no es algo onírico… Acaso …puede ser, un poco deformado. Y si sobran o faltan detalles y palabras sobre cada hecho, agradezco muchísimo si alguien decide iniciar una exhaustiva investigación, caiga quien caiga.